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miércoles, 22 de diciembre de 2010

Añoranza

Parece que estuviéramos
dentro de un gran panal de
luz que fuese el interior de
una cálida rosa encendida.
J. Ramón Jiménez.


Cuando llega la primavera y cesan los fríos del invierno los campos reverdecen cubriéndose de flores, y al percibir su mágico aroma, mi memoria dormida de recuerdos no olvidados, despierta como un cometa fugaz en noche estrellada, y comienza a evocar días felices de mi infancia, llevándome por senderos luminosos a mi tierra, un pueblo pequeño de la provincia de Badajoz, donde nací, con un valle inmenso rodeado de montañas, tan altas que en mi fantasía de niña me hacían ver que desde allí, se podría tocar el cielo.
Por estas fechas se llenan de fragancias y colores, los pájaros alegres y bulliciosos cantan reclamando en amores a las hembras, que se afanan primorosas en preparar un dulce hogar donde empollar sus polluelos.
Algunos días, sus cumbres amanecen cubiertas por nubes algodonosas, formando caprichosas figuras, que en contraste del plateado de sus peñas y el verdor de los olivos que llenan sus laderas, te transportan a un mundo ideal, lleno de paz y tranquilidad.
Era un sedante para el espíritu inquieto de niña vivaz y soñadora.
Abajo en el valle, los inmensos trigales van granando, y poco a poco cambiarán su fresco verdor por el dorado luminoso, que se convertirá en primordial alimento.
Lo grabé tan bien en mi retina, que cuando quiero aislarme de este mundo agitado en el cual estamos inmersos, cierro los ojos y lo veo: Sus casas blancas nacaradas, con chimeneas humeantes en plegarias al cielo, festoneadas de filigranas sus empedradas calles, la fuente manantial del Navazo invitando al sediento, como pechos de nodriza inagotables, regando sus frondosas huertas, sus gentes alegres y sencillas y un sabroso olor a hogazas de pan tierno y a migas con torreznos y sobre todo, las lilas y azucenas de mi madre, sutiles, penetrantes...Inconfundibles en el tiempo.

Adelaida Hidalgo